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Ley de Eutanasia: Un avance significativo

La aprobación en el Pleno del Congreso de la Proposición de Ley de Regulación de la Eutanasia constituye un hito sin precedentes en la doctrina de la bioética española. La histórica ligazón entre los sectores católicos y los poderes políticos del país hizo que los anteriores gobiernos nacionales se mostraran tradicionalmente refractarios a la legalización y regulación de la «buena muerte».

A decir verdad, la eutanasia supone un caso arquetípico del constante proceder de la literatura ética y filosófica, por tratarse de un tema en cuya consideración inciden ideas, creencias y convicciones morales que acostumbran a entrar en conflicto.

Nuestro texto constitucional, fundado en un tradicional paternalismo estatal, no parte de un reconocimiento del derecho a la libre disponibilidad de la propia vida. La jurisprudencia nacional y europea en la materia ha dirigido constantemente la atención sobre el deber inexcusable del Estado de proteger la vida de sus ciudadanos. Bajo esta lectura, el derecho a la vida no puede interpretarse en sentido negativo. Es decir, no puede ser entendido como concesivo de un derecho diametralmente opuesto, a saber; el derecho a morir.  

La campaña de rechazo que ha despertado la aprobación de esta proposición de ley parece desatender el sufrimiento intolerable que generan determinadas enfermedades de tipo neurodegenerativo

Así pues, se trata de un derecho idiosincrásico, por cuanto su ejercicio paradójicamente termina convirtiéndose en un deber para su titular o para sus cercanos. No ocurre así, por ejemplo, con el derecho a la libertad de expresión; en tanto que no aludimos únicamente al poder de comunicar y expresar libremente nuestros pareceres, sino también a la libertad de silencio. Esto es, al derecho a que nadie pueda exigirnos la exteriorización de declaraciones positivas de adhesión no consentidas.

Asimismo, cuando mentamos la libertad sindical, nos referimos tanto al derecho de afiliación a un determinado sindicato u organización como al derecho a optar por mantenernos al margen de su actividad. Por su parte, el derecho de participación política —en una de sus múltiples vertientes— comprende tanto el poder votar en unas elecciones como la facultad de no ejercer el derecho de sufragio activo. Estos son sólo algunos de los ejemplos de cómo los poderes públicos reconocen abiertamente la existencia de derechos en un doble sentido, positivo y negativo.

Erróneamente, la configuración constitucional del derecho a la vida se aparta de esta lógica interpretativa de los derechos fundamentales. La declaración constitucional de que «todos tienen derecho a la vida…» es la base en la que se funda la existencia de un derecho de carácter positivo, pero no constituye inexplicablemente fuente habilitadora para prohibir la libre disposición de la propia vida.

Es importante recordar que el catálogo de derechos fundamentales queda integrado por manifestaciones de la libre autodeterminación de la voluntad que no lesionan la individualidad de los demás. En este sentido, todo sujeto de derecho dispone de entera libertad para ordenar sus actos y disponer de sus posesiones como juzgue conveniente, siempre que no dañe a otros en su vida, salud, libertad o posesión. Sin embargo, algunos individuos transgreden estos límites invadiendo la libertad de otros y, en respuesta, el legislador articula un conjunto de límites al ejercicio de determinados derechos constitucionales.

La práctica de la eutanasia debe constituir un acto de solidaridad, de empatía y de fraternidad con el sufrimiento ajeno

Las actuaciones de delimitación de un derecho fundamental y el trazado de sus límites internos nos permite distinguir entre las restricciones a la autonomía individual basadas en la protección social y aquellas que son de índole paternalista.

Es precisamente a raíz de esta vocación paternalista que surge la necesidad por parte del Estado de articular políticas tendentes a imponer una determinada concepción ético-moral.

En efecto, los detractores de la muerte asistida pretenden que nuestras acciones se guíen por un completo entendimiento del proceso biológico natural y que, ante el advenimiento de una enfermedad degenerativa, debamos encontrar sentido a la convivencia con el dolor.

Esta línea de interpretación no puede ser acogida, pues ignora en gran medida que el individuo es, por norma general, propietario y responsable exclusivo de su propia muerte. Si el valor positivo de la vida se torna negativo en la percepción de su titular, el legislador tiene la obligación de levantar la protección que dispensa a la vida si así lo desea el doliente.  Se trata, asimismo, de una situación en la que la petición de morir no sólo obedece a razones estrictamente subjetivas, sino que es objetivamente razonable.

Por demás, la campaña de rechazo que ha despertado la aprobación de esta proposición de ley parece desatender el sufrimiento intolerable que generan, por ejemplo, determinadas enfermedades de tipo neurodegenerativo. El derecho a la muerte digna cobra especial relevancia en aquellas situaciones en las que un determinado individuo experimenta graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar.

En esta tesitura, la práctica de la eutanasia debe constituir un acto de solidaridad, de empatía y de fraternidad con el sufrimiento ajeno. Si en aquellos supuestos de incapacidad de practicar la «buena vida», se realiza una estricta observancia y ponderación de todos los bienes e intereses en juego, la autodeterminación real del enfermo solicitante debe tener mayor importancia que el supuesto desprecio que realiza sobre su propia vida e integridad física.

La noción paternalista en el ámbito sanitario-asistencial se basa en una insensata extrapolación del modelo de relación paterno-filial a la relación entre el Estado y sus ciudadanos. El ejercicio del derecho a la eutanasia en circunstancias de sufrimiento inaguantable del solicitante no afecta a terceros, por lo que la coerción no puede ser nunca un medio adecuado para la protección del derecho a la vida. Ello es así porque, siguiendo el tradicional aforismo sustentado por John Stuart Mill, nadie es mejor juez de sus intereses que el individuo mismo.

Joel Llanos
Director y Fundador de EL DOCTRINAL. Licenciado en Derecho por la Universidad Ramón Llull (ESADE). Máster en Derecho Penal Económico y Corporate Compliance. Investigador jurídico.

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