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Pseudolibertad sexual

El Ministerio de Igualdad sigue trabajando en el Anteproyecto de la Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual aprobado durante el pasado mes de marzo por el Consejo de Ministros. La aprobación de esta Ley Orgánica —suspendida ante la crisis de emergencia sanitaria ocasionada por el Covid-19— plantea, entre otras cuestiones, la eliminación del concepto de abuso recogido en el Código Penal y la reformulación de la definición del consentimiento en las relaciones sexuales. Es evidente que, a pesar de los notables esfuerzos efectuados por el Ministerio de Igualdad, se trata de una reforma legislativa presidida por un Derecho penal simbólico marcadamente punitivista.

Al tratarse de un ámbito sensible y de gran trascendencia social, ha existido una inaceptable politización y utilización electoralista de las percepciones subjetivas ciudadanas con respecto a la reforma de los delitos sexuales. Sin embargo, no parece que la vigente situación criminológica demande la articulación de esta reforma, habida cuenta de que la tasa de criminalidad en España es considerablemente inferior a la de otros países. 

Estas políticas criminalísticas son claramente atentatorias contra el principio de proporcionalidad y la prohibición de exceso, siendo a su vez exponente de la hegemonía política y cultural dominante

De hecho, según informa Eurostat, España presenta una de las tasas más bajas de toda Europa en lo que respecta a los ataques contra la libertad sexual (2,65 víctimas por cada 100.000 habitantes en 2015, frente a las 56,8 que presentan países como Suecia). Los atentados contra la libertad sexual no acostumbran a superar el 1% de la totalidad de los delitos y, además, vienen experimentando una tendencia decreciente en los últimos años.

En todo caso, se ha venido evidenciando un celo excesivo en la denuncia pública de este tipo de conductas, cuya causa subyacente puede muy bien situarse en la agresión sexual perpetrada en Pamplona por un grupo de cinco hombres, popularmente conocidos como «La Manada». Lo anterior comporta que el legislador no quiera desprenderse de los prejuicios de tipo moral imperantes y apueste por un uso electoralista y demagógico de la percepción social del riesgo para la autonomía sexual de las mujeres. 

La reformulación del delito de agresión sexual pasa a abrazar un componente de reproche moral que conduce a consagrar jurídicamente instintos absolutamente irracionales, reflejados objetivamente en una configuración típica distorsionadora del principio de proporcionalidad. Se trata asimismo, de un paso agigantado hacia la implantación de un derecho penal sexual de tipo superficial, carente de matices y sesgadamente moralizador.

El criterio básico que ha empleado tradicionalmente el legislador español para deslindar las conductas de agresión de las de abuso, en coherencia con la protección de la libertad sexual, ha sido atender a la utilización o no de violencia o intimidación.

En este sentido, resulta evidente que la circunstancia que debe ser tomada en cuenta para determinar una mayor o menor reprochabilidad de los hechos reside en el medio utilizado para doblegar a la víctima, y no en otras circunstancias externas. Lo mismo sucede cuando se producen ataques a bienes jurídicos de importancia semejante, ya sean delitos contra la vida (asesinato, homicidio), contra el patrimonio (hurto, robo con fuerza en las cosas, robo con violencia) contra la libertad ambulatoria (detención, secuestro), y un largo etcétera de bienes objeto de tutela. No es lo mismo que un individuo provoque la muerte de su amigo de manera no premeditada, que un padre produzca la muerte de su hijo aumentando de forma deliberada e inhumana su sufrimiento. Tampoco merece el mismo castigo el individuo famélico que hurta un bien del supermercado mientras el agente de seguridad se encuentra distraído, que aquel que, a punta de pistola, obliga a que el dueño le entregue un determinado bien en su propiedad.

La gradación de las penas imponibles que establece el Código Penal para los anteriores delitos vendría a cuestionar la solución propuesta, pues resulta sensato cuestionarse la razón por la cual el Ejecutivo no apuesta por ponderar el grado de afectación al bien jurídico en función del medio comisivo empleado.

Ello comporta, como ya ha sido indicado, una evidente transgresión del principio de proporcionalidad, según el cual las penas han de ser necesarias y proporcionadas a la gravedad del delito cometido, en tanto en cuanto permite castigar de manera homogénea conductas de muy diversa naturaleza. Es decir, que si la reforma del Código Penal prospera, la agresión sexual impuesta mediante la exhibición de una navaja o pistola para amedrentar a la víctima tendría idéntico tratamiento punitivo que aquella relación sexual realizada abusando de una determinada situación de superioridad del autor. 

El texto es contradictorio en su estructura; la presunción sobre la falta de consentimiento de la víctima en una actividad sexual no puede ser equiparada a la manifiesta voluntad u oposición de ésta frente a actos violentos o intimidatorios.

De hecho, el normal sustrato de la ausencia de consentimiento viene caracterizando las conductas de abuso y de agresión sexual desde hace décadas. Cualquier acción que comporte un contacto corporal no consentido por vía vaginal, anal o bucal con significación sexual implica, con la configuración actual del Código Penal, un ataque a la libertad sexual de la persona castigado con penas de hasta diez años.

Poco convincentes resultan pues, los argumentos relativos a la indefensión que provoca la actual legislación penal frente a las víctimas de actos contra la indemnidad sexual, habida cuenta de la estructura típica de estos delitos. El engaño y sus formas concomitantes calan, desgraciadamente, en el debate público con gran reciedumbre.

Seguidamente, el Anteproyecto expresa “que no existe consentimiento cuando la víctima no haya manifestado libremente por actos exteriores, concluyentes e inequívocos conforme a las circunstancias concurrentes, su voluntad expresa de participar en el acto”. La acotación conceptual del consentimiento tampoco es acertada, pues tal teoría restrictiva pretende homogeneizar la interpretación de las distintas palabras, actitudes o ademanes que pudiera expresar una mujer involucrada en una relación sexual sin tener en cuenta el régimen de circunstancias específicas sobre las que se proyecta el juicio de culpabilidad del autor. Esta definición supone además, desoír la tradicional distinción conceptual entre el consentimiento expreso y tácito, toda vez que establece erróneamente una equivalencia entre la ausencia de consentimiento y la falta de manifestación de actos exteriores, concluyentes e inequívocos.

El principal problema que comporta la exigencia de un consentimiento expreso radica en que la gran mayoría de relaciones sexuales, por su espontaneidad y naturalidad, no surgen mediando la autorización previa de cada una de las partes intervinientes. Esta configuración normativa parece pretender el sometimiento de las relaciones sexuales a una suerte de contractualización, que poco o nada tiene que ver con la naturaleza del acto sexual. 

Como acertadamente señala el profesor Díez Ripollés, la reforma de los delitos sexuales parte de la disparatada presunción de que una relación sexual con otra persona no es deseada mientras no se haya manifestado un consentimiento inequívoco, descartando partir de la alternativa contraria, a saber, de que toda relación sexual es en principio deseada a no ser que se manifieste una oposición a ella. Con ello, se deja de entender la sexualidad como una actividad humana que, como norma general, es siempre bien acogida y que sólo se descarta cuando concurren circunstancias excepcionales. Todo ello la convierte en una actividad arriesgada y quebradiza, cuya práctica se ha de observar con cierto recelo.

Así pues, estas políticas criminalísticas son claramente atentatorias contra el principio de proporcionalidad y la prohibición de exceso, siendo a su vez exponente de la hegemonía política y cultural dominante. Las reducidas cifras de ataques contra la libertad sexual contrastan con el infatigable aumento de la atención mediática y morbosa que despiertan este tipo de actos a través de los medios de comunicación de masas, que alimentan constantemente la sensación de inseguridad ciudadana.

A la vista de los datos criminológicos no parece necesaria una reformulación del Código Penal que incorpore un importante mecanismo intimidador en materia sexual, pues existe una absoluta falta de correspondencia entre el incremento de la atención mediática y la evolución de las tasas de criminalidad por esta tipología de delitos en España. Además, en contra de lo señalado en la propia exposición de motivos del Anteproyecto de Ley, esta maniobra jurídico-penal no viene impuesta por el Convenio de Estambul, sino que obedece única y exclusivamente a la voluntad de sus precursores.

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Joel Llanos
Director y Fundador de EL DOCTRINAL. Licenciado en Derecho por la Universidad Ramón Llull (ESADE). Máster en Derecho Penal Económico y Corporate Compliance. Investigador jurídico.

Comentarios

  1. A todo esto, es incoherente que con el pretexto de proteger a la mujer se vayan a prever penas menores a las vigentes para los nuevos delitos de abuso y agresión sexual. Creo que ni conocen las iniciativas que pretenden llevar a cabo

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Director y Fundador de EL DOCTRINAL. Licenciado en Derecho por la Universidad Ramón Llull (ESADE). Máster en Derecho Penal Económico y Corporate Compliance. Investigador jurídico.

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